Blogia

hibiscus

Asimilación de sugerencia

Pues sí, he intentado vender también sensaciones, pero no he tenido el más mínimo éxito. No obstante he dejado al alcance de quien pase y mire un amasijo de sensaciones en naranjas y azules, sólo que no podrá cualquiera recoger lo que en ellas yo digo. Pasa y mira, pasa y lleva contigo todas las sensaciones dejadas al no azar para que tú las lleves en el pecho. Lo sabes. Te sabes el único destino de mis deseos. Sé feliz y ríe, en cualquier sitio en que yo esté podré sentirte... y algo más que sabes pero que nunca antes te había dicho tan en público: te quiero.

Como las mareas

Vuelve la tranquilidad amorosa a mi cuerpo, y se reparte como tus últimas caricias, con la bondad del deseo. Nuevamente amanezco agazapado entre mis sábanas y tu recuerdo, medio desnudo, roto de pasiones y feliz por saberte -quizás- al otro lado de la calle. Nuevamente soy ese hombre que cruza las fronteras ante la posibilidad de encontrarte, y que busca tus ojos reflejados en cualquier cristal callejero y polvoriento. Soy esa falsa virtud del saber esperar el vaivén de las mareas, que entre las espumosas aguas, arrastran caracolas vacías, moluscos desechos, ilusiones, coloridos cristales y sueños. Y en tanto que la tranquilidad amorosa vuelve a mi cuerpo, mis manos se desatan, se rompen, se seccionan y marchan en tu busca. Yo sigo anclado en mi vida, con la última imagen de tus pasos, de tu desaparecer en la cercana esquina; con tu olor rondando mis ganas y con tu voz pronunciando mi nombre.

Manos que florecen

Aparece ante mí, como de sorpresa no pensada, tu rostro de suave invierno y mediodía al sol. Tus ojos me miran porque conocen mis pasos y mi caricia, y yo me detengo en tus manos de suave rosa y y turgentes pétalos. Busco espinas en tu tallo, pero este atardecer de finales de año para mí, sólo me habla de amor y de sinceridad, de fugaces desvelos de pasión, y de alguna que otra herida de leve pecho y rostro de luna. Apareces ante mí y mientras miro tus ojos, te abrazo.

Sin título aparente

Hace unos días leí la noticia de un hombre que descubrió la risa del sueño. Es cierto que me resultó absurdo de primera lectura. No logré imaginar a un adulto esbozando una sonrisa mientras los ojos se le cerraban para toda una noche. Me dije entonces que sería mucha la felicidad de las horas quietas y oscuras para que esto sucediese, y me di cuenta que a veces sólo hace falta estar entre los brazos adecuados para sonreír de deseos y para entregarse a la muerte del amor dormido. Esta noticia la protagonizó un hombre sin pelos en el pecho, que toma las riendas de la vida con afán, que grita en las mañanas de desvelo y que ama el amor en los ojos más limpios que existen... Quizás por eso se duerme entre risas y abrazos.

Entre palabras

¿Por qué nos cuesta tanto escuchar la palabra No? Ya sea dicha desde la ignorancia, desde la tristeza, el desvelo, la ternura, la pasión, el odio, la nostalgia, el desdén. Cuando alguien nos dice No, cuando se abren unos labios suplicantes, imperativos, seductores, soberbios, anhelantes, sorprendidos... para decir No, es necesario que rompamos los temores, las dudas, las ganas y escuchemos, y sepamos que cuando alguien necesita decir No, ya sea este un No rotundo o esperanzador, opresor o dicho desde el olvido, es porque en lo más dentro de sí quiere defender sus derechos a la negación. Yo he sido, y a veces aún soy, un no escuchador del No, pero en alguna ocasión, cuando he visto tambalearse lo que quiero tener, he preferido escuchar y en realidad me ha hecho bien. Sólo me gustaría que cuando yo también diga No, se me escuchara con igualdad de posibilidades, a pesar de que yo sea un soberbio rompedor de negaciones. Con eso me conformaría.

Pensar en la felicidad

Quiero ser breve por esta vez, para ver si así alguien hace un comentario al respecto de la felicidad, o simplemente a cerca de lo que -digamos, espectacular- es sentirse feliz. Lo de ser breve únicamente lo logro cuando echo mano de la poesía, o de la casi poesía, por lo cual intentaré esgrimir unos versos para un amanecer de aquellos que sabemos que no vamos a olvidar...

De la noche, la mano que fustiga las ansias.
Del sueño, la respiración que delata los deseos.
De mi lecho, su cuerpo blanco y tibio dibujado entre las sombras.
De la voz, los gemidos mitigados, y los ausentes.
De la caricia, las mordidas en mi pecho.
Del desvelo, el contemplar nuestro amasijo de abrazos.
Del amanecer, el olor de su aleph entre las piernas.
De la vida, el eco de sus ojos en mi mirada.

(Poema convexo sobre la simple felicidad del 14 de diciembre de 2003)

Añoranza patética

Mi espalda quedó mirando a las últimas gotas que caían del viejo grifo de mi cocina. Tu cuerpo se había esfumado en un alarde de mágica desdicha y prontitud esperada. Mis manos se habían sumado al ritmo inevitable de la tarde, y mis deseos se sumergieron en unas falsa risa que lo inundó todo. Yo estaba solamente abrazado a la vida, con unos grados de alcohol revolcándose en mi cuerpo y un desesperante anhelo entre las piernas. Necesitaba decirte que valía la pena, y simplemente me eché a llorar con lágrimas amargas y descontroladas, con lágrimas de niño abandonado y sabio que sabe que llorar le hará bien. Y lloré en tu oído por no poder llorar en tu hombro. Y te miré en el cristal borroso del microondas. Y te abracé en la más que rígida frialdad de mi nevera. Deslumbré al mundo de lo patético que no me ofreció resistencia. Luego no supe si llegué al medio justo de mis recuerdos, en los que te plantaste sonriente a mi lado, me fui a la cama y creo que me dormí.

Reflexiones

Llegué de espaldas a la mañana. No habían ruidos ajenos que despertaran la desolación. Los hombres se repartían los despojos futuros como un gran botín de guerra. Yo no estaba apto para decir no, cada cosa tiene su fin, yo no podía detener sus fuertes brazos a base de sinuosos y orgásmicos gemidos. Me eché en el suelo, justo donde clavaron el primer pico de oxidado metal. Ella vino a mi lado, hacía como si no viese mientras miraba pasar su vida, una y otra vez...

“No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días/ este extraño silencio:/ silencio sin perfiles, sin aristas,/ que me penetra como un agua sorda./ Como marea en vilo por la luna,/ el silencio me cubre lentamente.”

Yo había desflorado todas mis ilusiones en aquella casa de altos muros y paredes anchas, de frescos jardines de arreglados setos, de empedrados caminos que llevaban al mar de los mangos...

“Y es que el hombre, aunque no lo sepa,/ unido está a su casa poco menos/ que el molusco a su concha./ No se quiebra esta unión sin que algo muera/ en la casa, en el hombre... O en los dos.”

“No me han faltado, claro está, días en blanco./ Sí, días sin palabras que decir/ en que hasta el leve roce de una hoja/ pudo sonar mil veces aumentado/ con una resonancia de tambores./ Pero el silencio era distinto entonces: era un silencio con sabor humano.”

Se me caían lágrimas resecas de polvo de las cuencas donde un día estuvieron mis ojos, los ojos con que miré el entrar y salir, el abrir de puertas y ventanas, el cabalgar a lomos de mi perro primero...

“ Cuando me hicieron, yo veía el mar./ Lo veía naturalmente,/ cerca de mí, como un amigo;/ y nos saludábamos todas/ las mañanas de Dios al salir juntos/ de la noche, que entonces/ era la única que conseguía/ poner entre él y yo su cuerpo alígero,/ palpitante de lunas y rocíos.”

“... Es necesario que alguien venga/ a ordenar, a gritar, a cualquier cosa.”

Y yo seguía sentado, más bien deshecho, a los pies de las altas columnas... “Que pase una la vida/ guareciendo los sueños de los hombres,/ prestándoles calor, aliento, abrigo;/ que sea una la piedra de fundar/ posteridad, familia,/ y de verla crecer y levantarla,/ y ser al mismo tiempo/ cimiento, pedestal, arca de alianza.../ Y luego no ser más/ que un cascarón vacío que se deja,/ una ropa sin cuerpo, que se cae...”

“... y la mujer que vino luego/ poniendo precio a mi cancela;/ a ella le hubiera preguntado/ cuánto valían sus riñones y su lengua.”

“No he de caerme, no, que yo soy fuerte./ En vano me embistieron los ciclones/ y me ha roído el tiempo hueso y carne,/ y la humedad me ha abierto úlceras verdes. Con un poco de cal yo me compongo:/ con un poco de cal y de ternura...”

“Lo que yo he sido está en el aire,/... La Casa soy la Casa./ Más que piedra y vallado,/ más que sombra y que tierra,/ más que techo y que muro,/ porque soy todo eso, y soy con alma.” “Decir tanto no pueden ni los hombres/ flojos de cuerpo...”
“¿Qué quieren esos hombres con sus torsos desnudos/ y sus picas en alto?/ El más joven viene hacia mí.../ Alcanzo a ver sus ojos azules e inocentes...”

“¿Qué buitres picotean mi cabeza?/ ¿De qué fiera el colmillo que me calvan?/ ¿Qué pez luna se hunde en mi costado?” “Ahora han sido todos arrasados/ de sus huecos, los huecos donde algunos/ habían echado ya raíces.../ Y digo esto por lo que dolieron/ los últimos tirones...”

Despierto mi timidez de infante olvidado por el resto de los jugadores del parque. Me suicido en un murmullo tenue, apagado... Me convierto en alguien que pisotea los céspedes ajenos, me hundo también en sus costados... mientras, aúno fuerzas para arrastrar los muebles, dejando atrás las cicatrices...

“He dormido y despierto... O no despierto.../ la angustia sin orillas y la muerte a pedazos./ He dormido y despiértome al revés...”

Camino de espaldas a todas las cosas, me alejo. Oigo pronunciar mi nombre en cientos de voces conocidas. Me marcho. No queda nada por hacer desde aquí abajo... “Y es hora de morir.”

Reflexiones sobre un poema publicado en 1958, recién cuando mis ojos se abrieron al mundo de lo ajeno. Dulce María Loynaz, Últimos días de una casa.

No es mi culpa
De que al igual que a la vieja Luna
Se me quede siempre
Una mitad a la sombra
Que nadie podrá ver desde la Tierra.
(D.M.L.)

Los muros caen, simplemente

Cuando José Angel me despertó, hace ya algunos años, con una llamada telefónica para decirme que el muro de Berlín había caído, ese día doce de noviembre de mil novecientos ochenta y nueve sentí un júbilo de libertades, de enorme ensoñación, de caricia andante, de mirada a lo lejos.
Hice correr la noticia entre mis amigos, e incluso hice la excepción de cruzar la calle que me separaba del mercado para ir a buscar el pan, y de paso aprovechar para dejar caer tan sutil comentario. "Todos los muros caen ante la fuerza del hombre", dije. La panadera me miró, y un poco confusa me contestó: ¡Hay Guillermito, amaneciste un poco revuelto hoy!, y se echó a reír. Nos reímos juntos, y al darme la vuelta con una fría y gomosa barra de pan en mi mano, mis ojos encontraron a mi indiscreta amiga Xiomara, con su más de metro ochenta de estatura temeraria, su recortado tupé canoso y su poderosa voz: ¿Ya sabes la noticia?, casi gritó, ¡El muro de berlín se fue al carajo! Todos la miraron, a ella y a mí. ¡Candela Xioma!, le contesté a voces, ven a casa que te invito a un café.
Nos refugiamos en mi estudio, en una conspiración clandestina insospechada en mí, y ella quiso brindar por la libertad de los hombres... ¿Con café?, le pregunté. ¡Con lo que sea!, fue su respuesta.
Un muro que había separado gentes había caído después de tantos años y temores, de tantos miedos y dependencias, de tantos gritos y gemidos.
El hombre siempre puede acabar con lo que lo limita, con lo que lo inconforma, con lo que lo abruma. Sólo es necesario tomar una pica en mano, golpear fuerte, derribar, abolir. Desterrar separaciones, manos imposibles de tocar, imágenes perdidas y distantes. Sólo es necesario decir basta, oprimir un botón y borrar la triste seducción del silencio, el oscuro deseo de transitar por calles abarrotadas de gentes y cuerpos sin ojos ni voz.
Puede ser simple hacer desaparecer la primavera que nos dice ven y que luego ni tan siquiera nos ofrece una flor, o su fruto. Mirar atrás, a lo que estamos viviendo y que tenemos al alcance de la mano, al alcance de la respiración, de los sueños. Mirar los trozos del muro propio, que esparcidos a nuestro alrededor, han dejado de contener el ansia, la pasión, la mirada. Oprimir el botón que generará la voraz independencia del deseo sin rostro, de la palabra callada. Partir entre lágrimas el destello falso de una pupila pixelática, de un cuerpo erguido para hacernos caer.
Romper como mi amiga Xiomara el grito en plena mañana de noviembre. Romperlo en la noche, en el mediodía, en la abrupta madrugada de silencio. Sin miedos. No hay soledad en la mirada de nuestros ojos. No hay que encerrase en la pesadumbre de las horas, de las manos hartas de hacer. Detrás del muro derribado está la felicidad, lo sabemos. Están los hombres tomados de la mano. Está el querer desesperadamente sereno, sin evasiones. Está la resurrección del simple desvelo del amor, y el camino. Tomar las picas, alzarlas... golpear.

Alerta sobre la palabra

Estar varios días con el ordenador en el taller de reparación ha sido todo un lujo... ¿por qué? Sencillo de explicar: me ha permitido recuperar el placer de las palabras en mis manos y el duro empeño de conquistar la caligrafía exacta para decir cosas.
Cuando tecleamos, entiéndase la gran diferencia entre teclear y escribir, las letras aparecen unas tras otras, y se agrupan en su intención de decir algo. Al escribir, cada letra dibujada aporta a la palabra su pequeño sentimiento; así podemos descubrir en las palabras diferentes emociones. Es entonces cuando el trazo se hace firme y decidido, o titubeante y frágil. Es cuando adivinamos el verdadero significado de la palabra recuerdo, del abrazo suspendido en el espacio que no podemos recorrer, o simplemente cuando sin labios, ni ojos, ni voz, nuestra sonrisa es la más sincera. Escribir palabras exactas no es un don, sólo hace falta que nuestras manos den forma a nuestros reales sentimientos. Es intentar escribir sobre un trozo de papel las palabras amigo, te amo, siempre. Esto es lo importante.
He aprovechado en estos días para escribir a la persona que amo, y estoy seguro de que podrá leer mi amorosa serenidad y mi necesidad infalible de su vientre, de sus manos y del olor de su cuerpo revuelto entre mis sábanas. Quiero que al leerme deletree mi "incondicionalidad".
Además, hay algo que quiero convertir en una revindicación: es necesario recuperar los pequeños cajones de los escritorios para guardar las palabras escritas, los econdrijos reservados para las cartas de los amantes más anónimos. Estos son los verdaderos archivos de la memoria, los que nos hacen palpar y sentir que existimos, y que las palabras tienen dueños. Dejar que nos pertenezcan libremente, en el corazón de las cosas, como han pertenecido a las manos que les dieron origen y forma. Con tachaduras y borrones, con letras erradas, con pasión. Sacar el amor de los acumulables megabytes de la tristeza, y escribir. Escribir con trazo fuerte te espero. Rasgar la hoja cuando la palabra dolor nos destroce las ilusiones. Partir puntas de olvidados lápices y plumillas cuando la palabra felicidad se dibuje en el papel para siempre.
Sé que en breve la rutina, la comodidad y el qué voy a hacer, me llevarán a teclear palabras nuevamente, pero me prometo disfrutar y vivir la palabra escrita con su dolor en los nudillos y mi satisfacción en la mirada.
Es una pena que no puedan ustedes leer la forma de estas, mis palabras, que por cierto entregaré manuscritas a la persona que amo. Podrían sentir cómo se hace gigante e inconfundible mi letra cuendo le escribo te quiero.

domingo 12 de octubre de 2003